Apenas ha iniciado el lector un cuento, cualquiera, de Silvina Ocampo tiene la inexplicable sensación de ser sutilmente alejado de sí mismo y de su realidad para introducirse imperceptible e irremediablemente en la situación que la autora ha creado, casi como por encanto, para él sólo. Porque a cada lector se le permite vivir a su modo, según su ánimo, ese sueño, turbador a veces, o esa realidad dislocada, en ciertas ocasiones risible, o ese universo fantástico, reflejo deformado de los fantasmas de este mundo nuestro. Lentamente, esta atmósfera de situación a la vez vivida y soñada va envolviéndole hasta el punto de que, al regresar a sí mismo, el lector tiene, durante cierto tiempo, la sensación de que alguna parte de su mente y por qué no de su cuerpo ha quedado definitivamente en otro lugar, como tras los sueños pertinaces. Alguien dijo que los cuentos de Silvina Ocampo son crueles, y quizá sí lo sean precisamente en este sentido. Pero en ello radica también el refinadísimo humor de la autora, que impregna hasta su narración más aviesa, pues a nadie se le escapa el juego sutil al que somete al lector, quien se entrega a él a sabiendas, atraído por la fascinación que ejerce sobre él la magia de la narración.