Al narrar la vida de Calígula escribe Suetonio: «Hasta aquí he narrado su vida como príncipe, ahora narraré lo que queda de ella como monstruo». Este es el tono y el hilo conductor de su Vidas de los doce Césares; un trepidante relato de doce trayectorias vitales en el que se pasa revista a virtudes, vicios, logros, maldades, incestos, morbosas delectaciones y horribles orgias. La galería se abre con Julio César, político y militar de dimensiones gigantescas. Perseguidor sin desmayo de sus sueños de poder y de gloria, se cuenta que lloró en Cádiz ante la estatua de Alejandro Magno al pensar en las hazañas que había hecho el macedonio a su misma edad. Augusto será el único César a la altura de Julio. Menos guerrero y más político, aliando moderación y energía («festina lente», apresúrate despacio, era su lema). Fue venerado como padre de la patria y adorado como dios. Un dios con rasgos muy humanos también: era bastante adúltero, se calzaba con alzas para aumentar su estatura, y era tan friolero que en invierno se abrigaba con «cuatro túnicas, una pesada toga, una camisa, un chaleco de lana, calzones y polainas». Gustaba mucho del pan casero, los pescaditos pequeños, el queso de vaca prensado a mano y los higos frescos... Tiberio parece continuar al principio el buen gobierno de Augusto, pero luego se instala en la isla de Capri, que hace sede de orgías insólitas y depravadas. Su vida se convierte en una carrera de crueldades espantosas: «No pasó ningún día sin que alguien fuera ajusticiado. Muchachas jovencitas, como estaba prohibido estangular a las vírgenes, fueron primero violadas por el verdugo». Las vidas de los siguientes Césares pertenecen al género de terror. A Calígula se atribuye el asesinato del viejo Tiberio, a quien supera en violencia y desorden. Incestuoso con todas sus hermanas, desvergonzado en sus matrimonios, criminal sádico, no hay maldad que no cometa: «A muchos ciudadanos los condenó a las fieras, o los encerró en una jaula a cuatro patas, o los hizo serrar por medio. Obligaba a los padres a presenciar el suplicio de sus hijos; hizo azotar con cadenas a un intendente de juegos, pero no lo mató hasta que se sintió molesto por el hedor de su cerebro putrefacto. Repetía aquel verso de una tragedia: Que me odien, con tal de que me teman». Un indudable ramo de locura preside sus lúgubres hazañas: resaltaba a propósito los rasgos de su rostro «ya de por sí horrible y repugnante, maquillándose ante el espejo para provocar de todas las formas posibles el terror y el espanto». ¿Difícil de superar? Tras el reinado de Claudio, tenido por menguado y despreciado por su propia madre, que «si quería tachar a alguien de necio decía que era más tonto que su hijo Claudio», Nerón se encargará de culminar la serie de emperadores sanguinarios. Presa de ardor exhibicionista, cantor, actor y músico, obliga al público a presenciar sus actuaciones durante horas interminables: algunos se atreven a escapar saltando los muros del teatro o fingiéndose muertos para que los llevaran «a enterrar». Acosado como una alimaña por los rebeldes, se suicida exclamando «Qué gran artista muere conmigo».