Es probable que cada generación haya sentido los hechos históricos que le ha tocado vivir como únicos. Sin embargo, es muy probable también que la nuestra, la que ha crecido y se ha formado en el tránsito del siglo xx al siglo xxi, sea a la que le haya tocado vivir —y a veces padecer— una aceleración mayor de los procesos de transformación de carácter tanto político, como social y económico. La fugacidad de las innovaciones tecnológicas, la profundidad de los cambios políticos y la variabilidad del panorama socioeconómico hacen que nos sintamos como si estuviésemos sobre una falla tectónica en constante movimiento. No es de extrañar que en este contexto a muchos analistas les guste denominar a este tiempo como la era de la incertidumbre. La caída del Muro de Berlín no sólo acabó abrupta y prematuramente con el siglo xx sino que dejó caer a plomo las pocas certezas —reales o impostadas— que servían para explicar la realidad. A partir de entonces entramos en una zona de cambios profundos en el ámbito político y económico; Castells predijo que ese momento suponía la puerta de entrada al siglo xxi, una vez que uno de los polos ideológicos —el comunismo— sucumbía y dejaba paso a un periodo de hegemonía total del otro —el que sostenía como principio político la democracia y como principio económico el libre mercado. Sin embargo, la explicación simplista del fin de la historia quedaría en evidencia ante la irrupción de nuevos hechos que demostraban, y demuestran hoy, la complejidad del mundo en el que vivimos. Los procesos de reequilibrio geopolítico internacional, el aplanamiento del mundo merced a las nuevas tecnologías de la información, el surgimiento de movimientos sociales de alcance global, la geometría variable de los Derechos Humanos, el terrorismo internacional o la grave crisis económica no son más que unos entre tantos fenómenos que explican —y dificultan a la vez— la comprensión global del mundo en que vivimos.