En octubre de 1828, al cruzar la plaza parisina del Hôtel-de-Ville, Victor Hugo descubre el armatoste de una guillotina allí instalada así como al verdugo que engrasaba la máquina y ensayaba la sesión de la tarde. Impactado por la estampa, Hugo comienza al día siguiente la redacción de El último día de un condenado a muerte (1829). Para el poeta, todo cadalso levantado para guillotinar a un hombre es un retorno infame del salvajismo más primario. Ya había escrito en su novela Han de Islandia: «hay en el fondo de los hombres un sentimiento extraño que los empuja, igual que a los placeres, al espectáculo de los suplicios … como para ver qué sombra arroja el ala de la muerte planeando sobre una cabeza humana, como para examinar lo que queda de un hombre cuando la esperanza lo ha abandonado». El último día de un condenado a muerte es un relato en primera persona en el que Victor Hugo deja de lado los detalles de la biografía del condenado: su origen, estado social e incluso su crimen. Es el espíritu de un condenado el que se analiza y escruta con un rigor y una paciencia totalmente metafísica. Escuchamos la voz de un individuo que espera la muerte y oye discurrir su conciencia, que narra al lector su camino a la agonía para compartirlo con él, que también aguarda, aunque sin plazo prefijado, la muerte. El recurso literario al monólogo interior convierte este relato en una de las primeras novelas modernas. Completa la edición Claude Gueux (1834), una crónica judicial escrita dos años después de que su protagonista fuera ejecutado.