Con la única ayuda de la memoria, el narrador de esta novela emprende la tarea de explicarse a sí mismo acontecimientos de su niñez que en su momento no supo entender. De esa forma, todo lo que le dejó huella pero no percibió porque parecía dictado por las reglas de la más estricta provisionalidad, se muestra ahora en sus diferentes dimensiones, incluidas aquellas que tal vez sólo imagina. Premoniciones, deudas inesperadas, equivocaciones, remordimientos, motivos de júbilo y deseos de reconciliación y de revancha salen a la luz y hallan acomodo, sin contradecirse, en ese territorio donde el recuerdo de lo que fuimos se mezcla con la nostalgia de lo que ya nunca seremos, donde pasados que no nos pertenecen amenazan con condicionar nuestro presente y donde los secretos que quisimos desentrañar, cuando por fin se revelan, lejos de diluir la desazón que nos impulsó a investigar, contribuyen a confundirnos más. Historia de silencios en la que lo que no se dice tiene tanta importancia como lo que se dice, París es un viaje nocturno, a veces reflexivo y a veces extravagante y desolado, en busca de la línea de sombra en la que los miedos habitan, pero es también, y por lo mismo, un periplo en pos del olvido, un recuento minucioso y esperanzado en el que las certezas pierden paulatinamente su razón de ser y son sustituidas, como si de un sueño se tratara, por el vacío del tiempo.
Dos extraños se encuentran en un tren que viene de todas las estaciones y se dirige a varios sitios a la vez, un tren que ni nace ni muere. No tiene cabecera ni estación terminal. Es el año 2024, y dos mil vagones forman la serpiente metálica de este enorme trasto. El recorrido entre Bagdad y Lisboa es largo. Y de un país a otro Martín y Ángel se convierten en interlocutores y los relatos se enlazan en este viaje con destino inesperado, en este cuento oriental, y ásperamente contemporáneo, que atraviesa la Europa del futuro próximo, del cercano pasado. Una novela prodigiosa galardonada con el Premio Herralde. «Buena prosa y rasgos certeros» (Ricardo Senabre, El Mundo). «Una novela muy lograda» (J. Ernesto Ayala-Dip, El País).
El 4 de octubre de 1599, a las doce en punto del mediodía, se encuentran en las canchas de tenis públicas de la Plaza Navona, en Roma, dos duelistas singulares. Uno es un joven artista lombardo que ha descubierto que la forma de cambiar el arte de su tiempo no es reformando el contenido de sus cuadros, sino el método para pintarlos: ha puesto la piedra de fundación del arte moderno. El otro es un poeta español tal vez demasiado inteligente y sensible para su propio bien. Ambos llevan vidas disipadas hasta la molicie: en esa fecha, uno de ellos ya era un asesino en fuga, el otro lo sería pronto. Ambos están en la cancha para defender una idea del honor que ha dejado de tener sentido en un mundo repentinamente enorme, diverso e incomprensible. ¿Qué tendría que haber pasado para que Caravaggio y Quevedo jugaran una partida de tenis en su juventud? Muerte súbita se juega en tres sets, con cambio de cancha, en un mundo que por fin se había vuelto redondo como una pelota. Comienza cuando un mercenario francés roba las trenzas de la cabeza decapitada de Ana Bolena. O quizá cuando la Malinche se sienta a tejerle a Cortés el regalo de divorcio más tétrico de todos tiempos: un escapulario hecho con el pelo de Cuauhtémoc. Tal vez cuando el papa Pío IV, padre de familia y aficionado al tenis, desata sin darse cuenta a los lobos de la persecución y llena de hogueras Europa y América; o cuando un artista nahua visita la cocina del palacio toledano de Carlos I montado en lo que le parece la máxima aportación europea a la cultura universal: unos zapatos. Acaso en el momento en que un obispo michoacano lee Utopía de Tomás Moro y piensa que, en lugar de una parodia, es un manual de instrucciones. En Muerte súbita el poeta Francisco de Quevedo conoce al que será su protector y compañero de juerga toda la vida en un viaje delirante por los Pirineos en el que una hija idiota de Felipe II será propuesta para reinar en Francia y Cuauhtémoc, prisionero en la remota Laguna de Términos, sueña con un perro. Caravaggio cruza la plaza de San Luis de los Franceses, en Roma, seguido por dos sirvientes que cargan el cuadro que lo convertirá en el primer rockstar de la historia del arte, y el amateca nahua Diego Huanitzin transforma la idea del color en el arte europeo a pesar de que habla en castellano imaginario. La duquesa de Alcalá asiste a los saraos reales con una cajita de plata rellena de chiles serranos y usa un verbo que nadie entiende, pero parece temible: «xingar». Muerte súbita se vale de todas las armas de la escritura literaria para dibujar un momento tan deslumbrante y atroz en la historia del mundo que sólo puede ser representado mediante la más venerable y maltratada de las tecnologías, el artefacto cuya regla de oro es que no tiene reglas: Su Majestad la novela. Y estamos ante una novela realmente majestuosa, de enorme ambición y gran calidad literaria. «Álvaro Enrigue ha asimilado a la perfección, con personalísima mirada, el esperpento valleinclanesco recreado sobre un "ruedo ibérico" renacentista, el fingimiento culturalista del mejor Borges y el recargado tono barroco de una jocosa, por momentos hilarante, crónica del poder ejercido entre desternillantes lances y desafíos... Espléndida novela para tiempos de crisis» (Jesús Ferrer, La Razón).
En 1967, una atractiva estudiante de antropología llamada Izumi Fukada contrae una extraña enfermedad en la isla de Papúa Nueva Guinea mientras forma parte de la expedición japonesa que busca a la tribu perdida de los hamulai. Este episodio trivial es el primer eslabón de una imprevisible cadena de acontecimientos que prosigue en Japón, salta a los Estados Unidos y termina alumbrando, setenta y cinco años después, una pesadilla distópica a escala planetaria. Novela de aventuras y policiaca, thriller político, sátira social y relato de ciencia ficción todo ello a la vez, El imperio de Yegorov sorprende al lector por su audacia técnica, por la originalidad de su trama y por su ritmo imparable. Una «ópera rock» nutrida de personajes como el médico Yasutaka Mashimura (alias Perseverancia), el misionero Ernest Cuballó, el poeta Geoff LeShan, la actriz Lillian Sinclair, el policía Walter «Capullo» Tyndall o el abogado Alexandr Shabashkin (alias Chacal). Una novela teñida de ironía que es también una reflexión sobre la fugacidad de la existencia humana y que, en palabras del periodista Basil Graham, «consigue una aproximación muy veraz a los hechos narrados». Manuel Moyano goza ya de un gran prestigio como escritor de relatos. Ahora, con El imperio de Yegorov, el lector se deleitará también con su singular e imaginativo talento como novelista. Resulta revelador que los derechos de traducción de esta novela hayan empezado a venderse ya a partir del manuscrito. «Manuel Moyano es un narrador excepcional. Tiene la magia del chamán que recita los mitos etiológicos de rigor en las largas noches de invierno, al calor de la hoguera primordial» (Luis Alberto de Cuenca). «Moyano, desde su primera incursión en la literatura, ha creado un estilo, una manera de escribir que se distingue a distancia. Entre sus principales ingredientes, la pulcritud y la precisión del lenguaje, el gusto por lo extraordinario y esa obstinación permanente por resultar original, a pesar de que nunca oculta sus fuentes, sus modelos a la hora de crear» (José Belmonte Serrano, La Verdad). «No teme ser comparado con Borges porque sabe y no hay mayor elogio que la mayoría de sus relatos pueden resistir sin desdoro esa comparación» (José Luis García Martín, La Nueva España). «Moyano es un narrador nato, capaz de suspender la incredulidad del lector por razones de verosimilitud del propio relato. Hacer esto con talento es raro, y las excepciones, como la de Isak Dinesen, poseen la virtud de trasladarnos al origen» (Juan Ángel Juristo, ABC).
Roberto Brest es un militante de la mediocridad acostumbrado a la tristeza, un ser consumido por el hastío, un licenciado en medicina metido a peón de fábrica, un escritor que no escribe... Hasta que una noche, al regresar a casa, recuerda un suceso que ocurrió veintidós años atrás y que él, todavía adolescente, había conocido por los periódicos: el suicidio de un hombre que, tras ver cómo su selección de fútbol perdía ante Inglaterra, se ahorcó en la cocina de su casa de El Cairo, dejando escrita la siguiente nota: «Tras la derrota de Egipto, ya nada tiene sentido.» Debido a esta frase, que Roberto Brest juzga de una extraña lucidez y un humorismo casi perfecto, tomará la determinación de cambiar de vida. Y así comenzará Egipto, que es el nombre que dará a su diario personal donde consignará todas sus aventuras y transformaciones: un plan secreto, enigmático, impredecible. A tientas, el protagonista empezará a buscar un nuevo lugar en el mundo lejos de la realidad empantanada y gris en la que ha vivido. Pronto descubrirá las dificultades de su tarea y lo peligroso que resulta enfrentarse a uno mismo para apostar por la vida.