España lleva desde 1978 siendo aconfesional o laica por imperativo constitucional, pero no se nota. Ni siquiera en quienes por prescripción de su cargo político deberían ser sus más fervientes defensores: los funcionarios públicos en cualquier modalidad y guiso y los políticos, representantes de la soberanía popular. La enseñanza de la religión sigue campando en las escuelas públicas, los crucifijos presiden ayuntamientos democráticos y constitucionales, los cargos públicos juran felices ante la Biblia, los cementerios suelen estar presididos por cruces confesionales, las inauguraciones de puentes, piscinas, aceras y demás obras públicas se escancian con agua bendita y un padrenuestro, las fiestas de los pueblos y ciudades son inimaginables sin misa mayor, procesión y el rosario de la aurora. Con añadir que los curas hisopan burros, perros, mascotas y camiones está insinuada la parodia. En la práctica, España ni siquiera es aconfesional. Y eso que lo dice la Constitución. Tanto que bien podría hablarse de santa Aconfesionalidad, virgen y mártir. La no confesionalidad del Estado establecida por el Parlamento no la cumple ningún representante de la soberanía popular, quintaesencia del más universal pluralismo. ¿Por qué la han establecido en la Constitución si nunca se acuerdan de ella, excepto para vituperarla? El nacionalcatolicismo tiene la culpa de que los políticos sean tan poco respetuosos con la pluralidad ideológica y de conciencia existente en la sociedad española. Este fascismo de la fe, junto con una tradición dogmática e intransigente, sigue humillando el poder civil hasta cotas inverosímiles.