Emilio era de una prestancia increíble incluso de anciano. Me encantaba su bigote, su aire conservador, su firmeza, sus manos en el trazo rápido del borrador de lo que luego serían semanas de tarea. Nadie podía seguirle el ritmo; y en un mundo lleno de miserias, de gente que no reconoce nada a nadie, percibía que al llegar Emilio a un rodaje, todo el mundo se cuadraba, bajaba la cerviz de su orgullo y se ponía a las órdenes del sabio. Me hubiera gustado que Emilio Ruiz transmitiera a sus aprendices las capacidades que le hicieron un personaje inigualable. Hablábamos mucho de ello cuando estábamos juntos; del legado, de la continuidad en este oficio tan loco del cine. Pero ahora sé que era imposible. Con Emilio desaparecía un talento. Habrá otros, estoy seguro; pero creo que es de justicia sentarnos a reverenciar su talento juguetón, sus soluciones imaginativas, su tiempo y su lugar. Sin olvidar nunca que la tarea de Emilio era hacer sentir, era hacer creer a los espectadores en eso que veían. Fue un amigo que me dio el cine, pero también una ocasión para admirar y caer rendido ante el talento de un compañero de armas. Por eso adoro mi profesión, porque me ofrece ese espacio privilegiado, de tanto en tanto, para darle un abrazo a alguien tan lleno de sabiduría y oficio. Adelante: una vez que entren en los dominios de la mano y la destreza de Emilio Ruiz, ya nunca podrán olvidar a este genio. David Trueba