¿Se encuentra el sentido ligado a la lengua o es precisamente la necesidad que todas las lenguas comparten? Los filósofos de hoy ya no se ocupan tanto de consolidar un lenguaje propio como de establecer parentescos entre diferentes lenguajes. Las relaciones entre filosofía y traducción son cada día objeto de mayor interés. Hoy, más que nunca, se cumple la promesa de Walter Benjamin: “Hay un genio filosófico que aspira a ese lenguaje que se anuncia en la traducción”. Cada lengua es un singular intento de alcanzar un sentido colectivo; la traducción rinde el sentido para otorgarle validez más allá de sus límites acostumbrados. Ella es la representación, siempre provisional, del transitar de las lenguas hacia una “lengua pura” (reine Sprache). Históricamente, la aspiración a un significado universal ha tomado cuerpo en la búsqueda de una lengua perfecta; en la que el significado no dependiera ya de los rasgos distintivos de una cultura sino que fuera algo común a todas ellas. Una idea de tal amplitud, tan superior a mezquinas necesidades y obligaciones particulares, que los que se plegaron a ella la siguieron hasta los confines del sentido. La filosofía reciente nos ha despertado de ese sueño: la lengua perfecta supondría la dominación perfecta y la supresión de las diferencias. Pero el delirio de la lengua perfecta y el ideal peregrino de la traducción han seguido siendo aliento de la filosofía, que no ha renunciado a la locura de entendernos ni a la inspiración de un significado universal.