Nos ha tocado vivir en una sociedad compleja y con profundos cambios que plantean nuevos desafíos. Es en ella donde nuestra persona y nuestro existir están animados y movidos por el Espíritu. Cuando se nos invitó a hacer una reflexión sobre el Espíritu Santo y su acción en los dones, nos dimos cuenta de que sólo podíamos hacer una teología del Espíritu a nuestra manera. Es decir, no podíamos hacer una teología llena de erudición teológica, porque conocíamos perfectamente nuestras limitaciones. Tampoco queríamos dar una visión del Espíritu básicamente emocional y como si sobrevolara la realidad cotidiana de la vida pero sin entrar en ella. Nuestra manera no podía ser otra que hablar con sencillez de la experiencia del Espíritu que actúa en nuestra vida cotidiana, en el mundo de nuestras relaciones y ocupaciones, en nuestra condición de mujeres afanadas no sólo entre los pucheros, como en tiempos de Santa Teresa, sino en el ámbito de nuestro trabajo y de nuestro compromiso solidario. La experiencia frecuente de nuestro vivir con prisas, sin mucho tiempo para reflexionar pausadamente, pero con la profunda experiencia de que Alguien comparte nuestra inquietud y esperanza. Alguien que ya está ahí, que nos escucha y nos siente, nos anima y nos da fortaleza para afrontar la vida y crecer cada día, para mirar la realidad, transida toda de su presencia creadora. ¿Es eso el Espíritu? ¿Sus dones? En lo profundo de nuestro corazón sencillo sentimos que sí. Sentimos que es Él quien actúa en nuestra vida entretejida con todos los temas que la configuran y le dan sentido en medio de trabajos que a veces nos superan y desbordan. Es lo que hemos querido compartir con vosotros, queridos lectores. El Espíritu no es algo ajeno al vivir cotidiano, a los trabajos y a los días. Por eso nuestra reflexión está entreverada de nuestras cosas, de todo el variado mundo de lo humano en donde no es ajeno el Espíritu, la presencia de Jesús Resucitado que ilumina nuestra vida; también vuestra vida.