«Prohibido prohibir» fue el grito de rebeldía de esos jóvenes franceses que arrancaron los adoquines de la vieja capital del estatismo francés para levantar las barricadas de la anarquía social en el París de 1968. ¿Cómo pueden los autores de este libro, dos personas de vida ordenada, respetuosas de la ley, cumplidoras con el Fisco, amantes de su familia, incansables en el trabajo, y que dirigen sendas instituciones públicas, enarbolar el pendón de la desobediencia radical desde el balcón de la Casa de Correos, por así decir, y poco menos que a la vista de los indignados de la Puerta del Sol? ¿Disciplinados y desmelenados? ¿Gobernantes y rebeldes? Dos reflexiones permiten resolver el enigma del liberalismo, al que por un lado se acusa de egoísmo libertino y por otro de servilismo ante el dinero. Los liberales estamos convencidos de que no hacen falta en España las tradicionales prohibiciones de una derecha temerosa ni las arbitrarias imposiciones de una izquierda soberbia; pero tampoco concebimos una España cubierta de sucias jaimas y desordenados tenderetes al estilo de los «indignados». Creemos que los individuos somos capaces de organizarnos espontáneamente para colaborar y competir, dentro del marco de unas leyes estables, claras y leves, y así crear sociedades civilizadas y prósperas. Mas también afirmamos que esas leyes no deberían ir más allá de la defensa de la libertad individual, la protección de la propiedad privada y la garantía del cumplimiento de las promesas. En pocas palabras, no somos ni conservadores ni anarquistas, sino algo muy distinto. Nuestro grito de «¡prohibido prohibir!» es el de los amigos de la libertad. En todo caso, esperamos que nuestra denuncia de las prohibiciones enfadosas y excesivas tendrá eco entre todos los españoles dispuestos a escuchar razones y sopesar argumentos.