En los últimos años, no sin dificultades, hemos vivido la incorporación de los Derechos Humanos a nuestro lenguaje diario habitual y en referencia a situaciones (la mayoría de dificultad o de lesión) cercanas a nosotros. Ya no se trataba de lo que estaba ocurriendo en países con dictaduras terribles o en lugares de hambrunas, desastres naturales (provocados por el cambio climático) o conflictos armados interminables (a la vez, buenos negocios para la industria armamentística). No solo. Ahora también nos «tocaba» en el centro de nuestros barrios, de nuestras familias, de nuestra sociedad. El acceso universal a la salud, una educación de calidad e igualitaria, la igualdad efectiva entre mujeres y hombres, una vivienda digna y adecuada, un medio ambiente sano y perdurable, el trabajo como herramienta de dignidad y no como lastre casi de «nueva esclavitud» (en horarios y garantías laborales)? Nos estaba pasando algo que parecía imposible: ver que nuestros hijos están viviendo una regresión en el disfrute y garantía de Derechos Humanos que les hace tener la Declaración Universal de 1948, más lejana en el cada día de lo que la han tenido nuestras madres y padres.