Al barullo ensordecedor de cierta modernidad que no cesa de importunarnos con su interminable retahíla de proclamas emancipadoras, Miguel Morey contrapone el único antídoto efectivo: el silencio. Pero es un silencio peculiar
, el silencio que nos permite dialogar con nosotros mismos, escuchar aquello que anida en lo más profundo de nuestro ser antes de cualquier normalización preparada por las fuerzas de la sociedad, para así poder transitar a través del pensamiento que mueve los hilos de este extraño acontecimiento llamado existencia. Pequeñas doctrinas de la soledad es una puerta que nos comunica con la compañía más preciada a la que podemos aspirar: la soledad de los grandes escritores, soledad que se cristaliza en palabras, y éstas en literatura, el único espejo de nosotros mismos donde la imagen coincide con el objeto que la provoca. Beckett, Artaud, Burroughs, Michaux, Lowry, Bataille
son algunos de los rostros que nos acompañan a lo largo de este ejercicio silente que entraña conocernos y reconocernos en los otros. Miguel Morey, con la gran inteligencia y con la prosa precisa y elegante que lo caracterizan, nos invita a pensar nuestra soledad inmersos en la lectura, porque es la nuestra una soledad letrada, una soledad literata, «la soledad que nace en el interior de ese espacio que abre el lector que lee para sí. Y es la soledad del escritor, simétrica, también. Escribir es defender la soledad en que se está, le escuchamos decir a María Zambrano unas páginas más adelante. Y, efectivamente, se trata de esto, casi sólo de esto, en las páginas que siguen: de la soledad de leer y de la soledad de escribir, del leer y el escribir como modos mayores de interrogar la propia soledad. Y de la mayoría de edad y del saber acompañarse».