Un texto que, por suerte, se adelantó al ascenso de los nazis al poder, para hablarnos, así, de una ciudad aún lejos del horror, todavía floreciendo. Calles ideales para el paseo, para observar los rostros de la gente, los escaparates, las terrazas de los cafés, los tranvías, las estaciones de tren, tanto al despertar el día como ya en el crepúsculo, cuando, con la ayuda del vidrio y la luz artificial, como señala el propio Hessel, «aparece la mezcla feliz». Avenidas de grandes farolas, anuncios luminosos, automóviles refulgentes. Como dijera su amigo Walter Benjamin, Hessel es uno de los mayores prototipos de flâneur, un perfecto observador —y con una prosa tan bella como versátil— de las cosas y del tiempo, a quien la metrópoli se le presenta como un paisaje, como una multitud de lugares vividos donde ha quedado depositada la memoria impersonal y colectiva de la urbe entera. Para él, pasear no es simplemente percibir la ciudad, sino rastrearla: detectar huellas, detalles, matices, impresiones fugaces. Según Hessel y Benjamin, pasear es un arte que requiere reeducar la atención, afinarla: aprender a desplazarla desde lo obvio y llamativo a lo apenas perceptible. En Paseos por Berlín Hessel, tras haber vivido en París, centro de la modernidad, regresa a la ciudad de su infancia en condiciones de apreciar su reciente y acelerada modernización. El nuevo flâneur no merodea por las afueras en busca de la naturaleza, ensimismado, sino que está volcado hacia todo lo que le rodea, desde el centro a la periferia, pero no hacia lo aparente ni tampoco hacia lo monumental. En el complejo e inabarcable Berlín, Hessel recuperó «el dulce desorden del cuarto infantil». El orden del desorden, la acumulación, gracias a la sorpresa del hallazgo inesperado, obró el milagro de convertir cualquier cosa en un pequeño tesoro, en un regalo.