Seguint el curs de l?Evre com una excursió i una tornada a la infantesa, Les aigües estretes condensa totes i cadascuna de les obsessions que caracteritzen l?escriptura de Julien Gracq: la importància de les primeres lectures, el diàleg entre art i realitat, la persecució d?un paisatge i d?una música abans que d?una història, la constatació que el pas del temps, aquest «sortilegi fonamental», és la prova irrefutable de l?existència humana. La de Gracq és una prosa càlida, seductora, amb meandres que conviden a recórrer cada pam d?aquest trajecte com si fos un viatge iniciàtic.
Una mañana, Simon espera a su amante en la estación de ferrocarril de Brévenay, aunque ella, Irmgard, le ha advertido de que puede que no llegue al mediodía. En efecto, cuando aparece el tren, ella no está allí. Para matar el tiempo, Simon decide recorrer la costa bretona en coche mientras aguarda la llegada del siguiente tren. Con referencias a la leyenda de Tristán e Isolda, La península constituye uno de los textos fundamentales de Gracq sobre la espera, además de un viaje cargado de simbolismo por los paisajes de Bretaña.
«Cuando rememoro la época en que se acababa mi juventud, nada me parece más opresivo, más perturbador, que el recuerdo de los meses en que maduraba, sin comprenderlo aún, la resolución de la guerra de 1914?». El protagonista de El rey Cophetua, un soldado sin nombre que resultó herido en la Batalla de Flandes, inicia la novela al rememorar el otoño de 1917 en Francia, justo antes de que la guerra llegase a su final. Es el día de Todos los Santos. Mientras el personaje viaja desde París a Braye-la-Forêt para visitar a Nueil, un viejo amigo, evoca todos sus recuerdos de la guerra, los bombardeos y el dolor. Entretanto, piensa en su amigo: se pregunta por qué lo habrá llamado y, al mismo tiempo, desea verlo. Pero cuando finalmente llega a la villa de Nueil, este no está. En su lugar lo recibe una doncella, también sin nombre. Entre esos dos desconocidos prácticamente anónimos tiene lugar un encuentro (retratado por André Delvaux en su película Rendez-vous à Bray) que, más que por el presente y el futuro, se preocupa por el pasado, por revivir, mediante un plano intemporal donde sólo quedan sombras, el momento que «marcó el fin de su juventud».
«El camino al que se refieren las notas que forman este libro es por supuesto el que atraviesa y enlaza los paisajes de la tierra. Es también, algunas veces, el del sueño, y a menudo el de la memoria, la mía y también la memoria colectiva, a veces la más lejana: la historia, y por eso es también el de la lectura y el del arte». J.G.
Visité Roma con setenta años, lo cual no manifiesta ningún sentimiento de urgencia verdaderamente febril. Sin duda anidaba en mí desde hacía mucho tiempo la sospecha de que allí existía en el mapa un agresivo punto de interrogación que sería bueno hacer desaparecer por mí mismo, a la vez que el convencimiento de que era necesario dejar la mayor cantidad de espacio posible entre los recuerdos escolares y esta visita. Cuanto más tarde mejor. Nada me metía prisa. Nada, en este viaje de reconocimiento sin nada verdaderamente en juego, me urgió nunca. Y nada hay demasiado decantado cuando se aborda una ciudad en la que la luz transparente no puede hacer olvidar que hay en ella demasiado polvo en perpetua suspensión.
En 1956, Julien Gracq termina una novela en la que llevaba inmerso tres años y que vería la luz póstumamente en 2014. La obra, ambientada en una época imprecisa -acaso la Edad Media- y en un reino asediado que está llegando a su fin, es una metáfora de la Ocupación. Para plantar cara a sus opresores, un grupo de voluntarios emprende un viaje a través de ciudades "amuralladas para la nada" y tierras llenas de "contrastes entre las negras pesadillas nocturnas y el deslumbramiento frente al amanecer del mundo". Las tierras del ocaso es un canto a la fraternidad y al espíritu de resistencia ante los signos de un inminente cataclismo, así como una fiesta literaria de los sentidos.
El castillo se alzaba en la extremidad de un espolón rocoso. Espesas masas de helechos de la altura de un hombre bordeaban el sendero. Cuando el joven Albert, último vástago de una familia noble y rica, rebasó la puerta, ya el destino había dispuesto el juego perverso que culminaría en un triángulo sobrecogedor. Pronto, un mensaje le anuncia la llegada de su amigo Hermenien, ángel negro y fraterno, y de Heide, mujer de belleza radiante, a la vez infernal y divina. Es ésta una novela gótica que respeta las convenciones del género y las trasciende. El mito de la Caída, la doble naturaleza de cualquier salvador -la mano que inflige la herida es también la mano que la cura- están presentes en una historia que el autor quiere versión demoníaca -y por ello, nos avisa, perfectamente autorizada- de Parsifal. Escrita con una sintaxis milagrosa, se diría que bajo cada página, como bajo el rostro de Heide, pasa la luz constantemente arrastrada por invisibles y traslúcidos bajeles.