La figura y trayectoria del músico vasco-aragonés Nicolás Ledesma (1791-1883) se extiende a lo largo de casi un siglo en el que se suceden un sinnúmero de acontecimientos que cambiarán la concepción de la sociedad y el mundo musical occidental, desde la idea de la creación y la composición, a la producción práctica de música, pasando por la enseñanza y prácticamente todas las facetas que, de un modo u otro, son susceptibles de afectar a la disciplina. Ledesma, maestro de maestros -y bisabuelo de Jesús Guridi-, fue un dinamizador de la vida musical bilbaína en sus foros civiles más activos, como las sociedades filarmónicas, de conciertos y de música de cámara, las academias y veladas públicas y privadas, así como en la organización de la docencia musical y su apertura a sectores sociales anteriormente no contemplados en ella. Creó una auténtica "escuela" de músicos y compositores vascos que enlazó a su antecesor, Arriaga, con los dorados años de los inicios del siglo XX. Actuó además como catalizador de la música popular vasca y fue uno de los pioneros en dignificar el zorcico, que incorporó a buena parte de sus composiciones de mayor vuelo artístico, al tiempo que, magnífico melodista, recogía los aires propios de las tierras en las que vivió durante más de cincuenta años, combinándolos con frases de moda y motivos prestados del repertorio operístico (Rossini, Bellini, Donizetti, Meyerbeer, Auber, Verdi...). La otra faceta de Nicolás Ledesma proviene de su formación en las viejas tradiciones catedralicias. Durante sus estudios eclesiásticos -abandonados posteriormente- recogió el testigo de maestros como el Españoleto o Ramón Ferreñac, y lo traspasó a las nuevas generaciones, que se encargarían de vivificar los nuevos conservatorios, los teatros, las salas de ópera y los salones, tanto los aristocráticos y burgueses como los más populares, en un momento en el que el mundo coral y orfeonístico vasco se abría paso inexorable. Inspirado por los autores clásicos como Haydn, Mozart o Clementi, desarrolló un romanticismo amable, de cuño italo-vienés, que se mantuvo contenido y fiel a las normas académicas impuestas por la armonía escolástica y el contrapunto, sin dejar por ello de mostrar una vena bastante original en su producción. Cómodo en la escritura para tecla y en las composiciones de cámara con participación vocal, cultivó todos los géneros, excepto la música escénica de gran formato y los oratorios, y destinó buena parte de sus esfuerzos al ámbito eclesiástico que le dio de comer, pero siempre atendiendo al sustrato más popular, para el que trabajó gozos, letrillas, música devocional y piezas cortas, flexibles para ser utilizadas casi en cualquier ocasión, lo que garantizaba su éxito. Buena parte de su obra fue publicada póstumamente por el editor bilbaíno de origen anglofrancés, Louis Dotésio, lo que permitió su difusión por todo el mundo y que en la actualidad se conserve en numerosos archivos y bibliotecas de diferentes países de habla hispana. Muy respetado como profesional de trayectoria contrastada y como adalid de la música vasca decimonónica, su obra se halla hoy, en cambio, injustamente olvidada. Es de desear que estudios como el presente, así como la reciente edición crítica a cargo de su autor de la obra completa para teclado -órgano y piano- de Nicolás Ledesma, contribuyan a acercarnos a una música -a un patrimonio, el que nos legaron nuestros tatarabuelos-, aún insuficientemente conocida, pero llamada, sin duda, a depararnos grandes y gratas sorpresas.