La historia del cristianismo, al menos desde que, a comienzos del siglo IV, se convirtió en religión oficialmente privilegiada en el Imperio romano, ha ofrecido siempre dos modalidades en el ejercicio de la relación profesional de los hombres con lo sagrado. De un lado, la de la Iglesia secular de los obispos y sacerdotes. De otro lado, la de la Iglesia regular de los abades y monjes. La primera, la Iglesia de los obispos, ha sido históricamente la encargada de dirigir a la comunidad cristiana hacia el objetivo de su salvación eterna. La segunda, la Iglesia de los monjes y, más tarde, de los frailes, se nutrió en principio de aquellas personas que, en muchas ocasiones, discrepantes de las formas, a su juicio demasiado burocráticas, que adoptaba la orientación de la Iglesia secular, buscaban modos de religación con Dios más personales, más espirituales. Las dos modalidades, ¿complementarias, contradictorias?, del obispo y el abad, del sacerdote y el monje, desde que nacieron y definieron sus respectivas competencias y funciones, vivieron en la Edad Media tiempos de connivencia y colaboración y tiempos de oposición y conflicto en torno a cosas como el control de la vida sacramental y de la piedad pero también de las limosnas y los diezmos de los fieles.