El autor parte de las tres funciones de la institución universitaria: transmitir la cultura, enseñar las profesiones y posibilitar la investigación científica, destacando la enérgica condena de la reducción de la institución a mera fábrica de especialistas en un mundo en desintegración moral e intelectual. En el momento de escribir Ortega su ensayo, las universidades españolas seguían el patrón centralista y uniformizador que arranca de la ley Pidal de 1845 y la ley Moyano de 1857, aunque desde entonces se habían dado numerosas disposiciones administrativas que no alteraron sustancialmente la estructura. El autor hace especial hincapié sobre la faceta cultural, a la que subliminalmente considera la más importante, junto con las necesidades de los estudiantes.