Hay siempre una rara elegancia en Miró, vestido con trajes que le confieren una seriedad que contrasta con la viveza de su mirada, a veces repeinado, ajeno a lo que sería el estereotipo vanguardista, ese mírico desarreglo de los bohemios; incluso en una fotografía en al que aparece realizando un graffiti en la playa con un palo, calza unos zapatos negros de paseo dominguero y ha tenido que remangarse un poco los pantalones de vestir por si acaso llegaba hasta él una ola traicionera. Sin duda, el aspecto de Miró no era el de un pintor moderno. ¿Tendrá todo eso alto que ver con su deseo confesado de asesinar a la pintura?