Desde la Edad Media, la riqueza de los tapices marcaba la diferencia entre sus poseedores. El oro, la plata, las joyas, y también los paños, no solo mostraban la riqueza sino la magnificencia del poseedor, por lo que atesorar tapices fue obsesión de los principales nobles y clérigos, y por supuesto de los monarcas. Se utilizaban en todas las ceremonias importantes y colgaban tanto en el interior de los palacios como en las calles cuando se trataba de dar la bienvenida a un invitado ilustre. La magnificencia no era considerada pura ostentación, sino una virtud siguiendo la definición que de ella hace Aristóteles en su Ética a Nicómaco. Mas la fortuna es cambiante y si el gusto por los paños fue común a toda Europa, también lo fue el rechazo propiciado a partir del siglo xviii cuando los tapices comenzaron a ser relegados frente a las pinturas. Pero mientras se extendía el desinterés y muchas colecciones se destruyeron o mutilaron, algunos potentados estadounidenses se afanaban en comprar tapices con los que decorar sus lujosas mansiones. Muchas piezas se han perdido irremediablemente y solo en las últimas décadas se ha producido un cambio importante en cuanto a la apreciación de estas obras de arte que en ningún caso pueden tacharse de menores, aplicadas o decorativas. Los ensayos que aparecen en esta publicación, realizados por profesores universitarios, conservadores de museos y miembros de instituciones científicas que se han preocupado por los paños, muestran el interés que suscitan entre algunos estudiosos, a la vez que son un esfuerzo por darlos a conocer a un público que hasta ahora ha mirado los tapices con recelo, y a aquellos interesados que por falta de información no se han percatado de la belleza ni de la importancia que tuvieron en otras épocas.