El individualismo moderno ha trasladado la plaza pública al espacio privado. La televisión se ha convertido en el gran circo doméstico. El entretenimiento ha reciclado las otras funciones asignadas tradicionalmente a la pequeña pantalla. Las ventajas que ofrece coger a los receptores literalmente entretenidos no han pasado desapercibidas ni a la publicidad ni a los intereses políticos. El espectáculo se utiliza como instrumento al servicio de la ideología, el ciudadano se convierte en receptor, la información en un producto sensacionalista que escapa presionado por la urgencia de lo nuevo
y el ciudadano se mantiene en una posición anémica desde el punto de vista crítico. Una reflexión serena sobre los límites de la pantalla y sus efectos educativos resulta básica para repensar la ciudadanía en la sociedad mediática.