En esta obra clásica, Logan Pearsall Smith empieza por advertirnos de los peligros que nos acechan al adentrarnos en la obra de Shakespeare, «una región entreverada de espesa maleza y laberintos de ideas por la cual muchos deambulan sin hallar la salida»; tanto es así que «se sabe que los dos tipos más comunes de pacientes ingresados en manicomios ingleses son aquéllos con el delirio de pertenecer a la familia real y aquéllos que han perdido el juicio meditando sobre Shakespeare». Y, a continuación, nos propone el itinerario que considera más adecuado para recorrer la inmensa y hermosa geografía de las palabras que constituye la vasta obra de Shakespeare. Por el camino, según él, dos recompensas aguardan al viajero. La primera, su poesía, un poesía que es inimitable y tiene una cualidad que la distingue de la de cualquier otro poeta, «una imaginación visual llena de sensualidad, capaz de encarnar los pensamientos en imágenes de una espléndida belleza». La segunda, sus personajes, tan singulares que «a cada individuo corresponde un individual modo de hablar, poseyendo todos, en cada cosa que dicen, un idioma, una dicción, un ritmo particulares, una especie de canto propio, tan único y distintivo que sin leer sus nombres […] podemos reconocerlos solo por la voz». Logan Pearsall Smith nos propone tres enigmas: ¿cómo es posible la evolución que se observa en la obra de Shakespeare?; ¿cómo se representaba en escena?; ¿por qué hay tanta diferencia entre él y sus contemporáneos? Y, por último, nos deja en la intimidad con Shakespeare para que encontremos «el punto de convergencia personal con una obra que nos hace conscientes de las sutilezas del espíritu humano, y las plasma en los tonos, acentos y ritmos propios de la lengua inglesa».