¿Qué sentido puede tener, al comienzo de una serie de reflexiones sobre la historia de la codificación, averiguar previamente su concepto? ¿No existe incluso una contradictio in adiecto entre la historia y su concepto, en el sentido de que la primera se desarrolla transformando y renovando sin cesar todo lo que encuentra, mientras el segundo desafía la historia y se opone a ella con la fuerza desesperada de la norma, intentando así librarse de su labor disolvente? ¿No sería quizá más indicado contentarse con los hechos, esforzarse por encontrarlos, ordenarlos y descifrarlos y prescindir de los conceptos? Esta pregunta introductoria se justifica también por una segunda razón: en la historia del derecho se habla de código para aludir a muchos «productos » claramente diferentes y heterogéneos, lo que puede suscitar alguna perplejidad justificada. Cito algún ejemplo para demostrar que no exagero: el Código de Hammurabi (de 1700 a.C.), el Codex Justinianus (de 529), el Speculum saxonicum (Sachsenspiegel, de 1230), el Code Napoléon (de 1804) y el Código civil holandés que entró en vigor a principios de 1992. Se puede (y quizá se debe) preguntar, ante esta excepcional retahíla de ejemplos, a) si aún tiene sentido reflexionar sobre el concepto histórico de código, dado que cosas tan distintas son llamadas de la misma manera; b) pero también si, por el contrario, tiene sentido llamar cosas tan distintas de la misma manera; si esta actividad tiene todavía algo en común con lo que acostumbramos a llamar historiografía o no es, acaso, un nuevo juego de sociedad
(El Autor)