Picasso nació viejo, como viejo era el siglo que lo vio nacer. El XIX fue un siglo glotón. A su fin, había devorado todo: el espacio y el tiempo, las conquistas coloniales, los países lejanos, las últimas fronteras. Pero también las culturas más insospechadas, las costumbres más extrañas, las prácticas más chocantes, las civilizaciones más exóticas. Parecía que la ciencia, el progreso, las técnicas tenían que ser sus próximas y últimas conquistas. Por una parte, Bouvard y Pécucher, y por otra, Des Esseintes. Todos los saberes, hasta los más dudosos, todas las borracheras, hasta las más innobles. ¿Qué podía engullir entonces un joven pintor hambriento como Picasso? Sobre todo en contacto con un artista académico, su propio padre, Ruiz, que era una enciclopedia de modelos y saber hacer. Pues bien, tendría que empezar de cero. Volver a los orígenes. Rodear el inmenso macizo acumulado, sedimentado, pulido de los saberes para encontrar la fuente: puede que Grecia, en tiempos de los arcaísmos. Una Grecia primitiva, salvaje, violentamente coloreada, terrorífica, sin el filtro de las interpretaciones clásicas. ¿Cómo llegar a aguantar el resplandor directo de ese primer fuego, que quema como la divinidad, al que tampoco se puede mirar de frente?