Su humor, que tiende más a lo vitriólico que a la flema británica, no perdona tópico literario alguno al uso de la narrativa de viajes de la época. Su mirada descarnada y remitificadora recorre el teatro de los hombres y las tierras canarias trastocando lo que le parece grosero en esperpéntico. Nada ni nadie escapa a su mordacidad: los lugares comunes a los que nos tienen acostumbrados los relatos de viajeros en Canarias son abiertos en canal por la ironía del autor, mostrando así su vacuidad. Ellis impone sus opiniones con una contundencia avasalladora, rayana en la impertinencia, y exhibe su «superioridad británica» con un descaro casi impúdico.