El buñuelo tiene el don de la discreción. No es despampanante, como las monas de Pascua. Ni tiene la guarnición de los roscones de Reyes. Ni la elegancia de las cocas de San Juan. Quizás esta delicadeza ha sido uno de los motivos de su éxito, que los hizo populares en una época donde no había sitio para excesos. Desde siempre se han comido buñuelos para apaciguar la rectitud de las siete semanas de Cuaresma. Son fáciles de preparar. Y aún más de comer. Porque su base son ingredientes que podemos encontrar en cualquier cocina: harina, agua o leche, sal, huevos, azúcar, limón, aceite de oliva o mantequilla y cualquier otra cosa que le pueda dar un toque especial. Pero por encima de todo, los buñuelos son una señal de fiesta. En Valencia no faltan nunca en las Fallas. En casa se preparan para comer en familia por Pascua o en la cena de Navidad. En otros países, lo asocian con el Carnaval. En Sudamérica son típicos en las fiestas religiosas o en tiempo de ferias. Llenan los escaparates de las pastelerías. O son objeto de venta ambulante desde cualquier carretilla.