Una minuciosa reconstrucción de todo lo que sucedió la noche en que se hundió el Titanic. El 14 de abril de 1912 el Titanic surcaba las frías aguas del Atlántico rumbo a Nueva York. Era una noche deslumbrante. Fuera del barco reinaba una calma glacial y el mar se mostraba liso como cristal bruñido; dentro, las luces y la música revelaban el ambiente de fiesta, alegría y despreocupación que habían disfrutado los pasajeros desde que el transatlántico levara anclas. Nada hacía presagiar la tragedia. Cerca de la medianoche se oyó el grito del vigía anunciando un obstáculo a proa. El más célebre iceberg de la historia se erguía amenazante a menos de doscientos metros de distancia. Lo intentaron sortear virando a babor, pero el iceberg estaba demasiado cerca. Lo que ocurrió después ha quedado en los anales de la navegación civil como la mayor catástrofe jamás ocurrida. El Titanic era el orgullo de la ingeniería del siglo, iba cargado de tesoros y contaba entre su pasaje con la flor y nata de la sociedad neoyorquina de la época. Que sus veinte botes salvavidas no bastasen en absoluto para cubrir las necesidades del pasaje en caso de naufragio no era más que una anécdota en un navío que todos consideraban insumergible.