Son escasos los escritores brillantes que desde la ficción han escrito buenos libros de viajes. No nos engañemos, los que consideramos mejores libros de viajes no son libros de viaje. Kapuscinsky nunca ha escrito un libro de viajes, Makroll el Gaviero viaja, pero sus andanzas pertenecen al género de la buena literatura, sin más. Saint Exupery es poesía en movimiento. Rimbaud viajó, pero, precisamente, para huir de la literatura. Vivimos el ocaso de los géneros tal y como los conocíamos hasta ahora, se impone el eclecticismo, la creación transversal que desconoce pautas preestrablecidas, como estos relatos que Antonio Cordero nos presenta aquí. Su Tortuga de Luang Prabang transita luces y sombras, ficciones y tabernas tan reales como el fantasma de Makrol, personajes novelescos y cazadores de osos, historias que se intuyen, pero no se dejan ver. Por momentos nos traslada a un mundo que evoca la felicidad, esa cosa naif que tanto nos preocupa y perseguimos como antes perseguíamos unicornios. En otros, nos sumerge en oscuridades conradianas, ejerciendo una especie de melancolía del horror, un deseo insatisfecho por compartir el destino de aquellos que se dejaron la cordura entre raíles, canoas y dunas de arena. Pareciera que para Antonio El Gaviero, el viaje es una excusa para la huida y cada uno de sus relatos un refugio temporal donde apaciguar las ansias de retorno. Ir, partir, volver... descuidos del lenguaje, paréntesis entre inocente y doloroso para evitar respuestas En cualquier caso, sus relatos son un alivio para esa enfermedad llamada nostalgia de lo que nunca tuvimos.