Durante los últimos años se ha hecho cada vez más obvio que la idea de que los genes codifican proteínas el concepto básico de la genética es tan solo un punto de partida para entender de qué forma el ADN proporciona una especie de software de control para el desarrollo del cuerpo. El hecho es que el llamado ADN basura también parece tener una función importante en la forma en que los genes son activados y desactivados por diversos factores ambientales externos. Esto es algo más que genética. Es epigenética. La epigenética estudia todos aquellos factores no genéticos que intervienen en la determinación de la ontogenia o desarrollo de un organismo, desde el óvulo fertilizado hasta su senescencia, pasando por la forma adulta. El término epigenética fue acuñado por C.H. Waddington en 1953 para referirse al estudio de las interacciones entre genes y factores ambientales que se producen en los organismos. La epigenética es el estudio de modificaciones en la expresión de genes que no obedecen a una alteración de la secuencia del ADN y que son heredables. El libro de Nessa Carey ofrece multitud de ejemplos de cómo la epigenética influye en nuestro desarrollo, en nuestras enfermedades y en la forma en que heredamos nuestras características individuales. La nueva ciencia de la epigenética tiene importantes implicaciones filosóficas. En cierto modo sugiere que, en la polémica que dividió en su día a los evolucionistas entre lamarckistas y darwinistas, los primeros no estaban tan equivocados, porque el hecho es que heredamos algunas de las características adquiridas por nuestros ancestros. Superpuestos encima del código relativamente inmutable del ADN hay toda una serie de modificaciones y codificaciones no tan permanentes pero también heredables, que regulan si y hasta qué punto se expresan determinados genes. Estas codificaciones se interrelacionan con los factores ambientales de un modo que solo ahora empezamos a entender. El progreso de la epigenética está minando progresivamente el aspecto más simplista del darwinismo social. Si nuestro entorno físico y social interviene de una forma decisiva en cómo se expresan nuestros genes, la idea de que el éxito o el fracaso social están genéticamente determinados de una forma simple y unívoca ya no puede sostenerse dogmáticamente.