Cuando se produce una desgracia, grande o pequeña, la persona herida espera en primer lugar la ayuda de su familia, de los allegados. Pero precisamente por estar tan afectado a su vez por lo ocurrido, el núcleo familiar suele estar incapacitado para aportar el apoyo esperado. De ahí que, a la dificultad del padecimiento que debe afrontar el grupo, se sume cierto debilitamiento de los vínculos. ¿Cómo lograr que la familia, a pesar de los dramas que a veces la conmueven, pueda constituir un ambiente tutelar, un ambiente de contención, que favorezca el desarrollo de la resiliencia individual? ¿Cómo conseguir que la calidad de los apegos de una familia contribuya a proteger a todos y cada uno de sus miembros? Y también, ¿en qué momento y en virtud de qué criterios, es indispensable consultar a un especialista y cuándo debe hacerlo todo el grupo familiar? ¿Y si la familia fuera el lugar de resiliencia por excelencia? Tratar de responder a estas preguntas supone reflexionar tomando como eje al individuo en su relación con quienes lo rodean. Por definición, la resiliencia es un concepto intersubjetivo: sólo puede nacer y desarrollarse en la relación con el prójimo. Ninguna capacidad de adaptarse a ella o siquiera de imaginarla puede ponerse en juego si no existen vínculos significativos con el entorno, y la familia representa, pues, un vinculo basilar.