El 11 de febrero de 1873, tras la abdicación de Amadeo de Saboya después de dos años de imposible reinado, Congreso y Senado se constituyen en Asamblea Nacional y proclaman la República. Decisión que adoptaba una asamblea abrumadoramente monárquica, en una situación de vacío de poder, sometida a escrutinio por parte de las cancillerías europeas, en el marco anunciado de una profunda crisis económica y con un país en quiebra haciendo frente a dos guerras simultáneas, civil una, colonial la otra. En el nuevo marco político inaugurado por la revolución septembrina de 1868 monárquicos, conservadores, liberales, republicanos, federales o no, competían en la tarea de conseguir un lugar de privilegio al sol de la nueva situación. O de trastocarla para poder volver a lo anterior. En este contexto, la aparición de la Asociación Internacional de Trabajadores, introduce en el tablero un elemento claramente diferenciado que, de forma relevante, contribuirá a marcar el signo de los acontecimientos posteriores. En la pugna, junto con la debilidad de la burguesía realmente existente residirá la clave del fracaso del proyecto republicano que apenas disfrutará de unos meses plenos de vida, los que median entre su proclamación y el levantamiento cantonal para caer después en un acelerado proceso de descomposición. Pero aún así, breve y convulsa, la historia de la Primera República, casi siglo y medio después, ofrece un puñado de elementos de gran interés. Entre ellos, el intento de desarrollar un programa de reformas sociales por parte de los republicanos federales y los primeros pasos firmes del “proletariado organizado”: aquellas organizaciones que buscaban convertirse en voz e instrumento de acción para los trabajadores industriales y, aunque en mucha menor medida, los jornaleros del campo.