La rápida difusión del movimiento de Jesús durante la generación apostólica dejó sembrados, en las principales ciudades del Imperio, pequeños grupos de discípulos que, una vez apagados los ímpetus misioneros, se enfrentaban a la difícil tarea de sobrevivir en un ambiente hostil. A varios de estos grupos de discípulos, nacidos probablemente de una misión petrina iniciada desde Roma, se dirige la Primera carta de Pedro. Estas nacientes comunidades se hallaban dispersas por el norte de la actual Turquía y sus miembros se consideraban a sí mismos como forasteros en tierra extraña. Esto, sin embargo, no les llevó a huir del mundo. Muy al contrario, optaron por insertarse en él con una actitud constructiva que excluía la agresividad y el rechazo, descubriendo en la situación que les había tocado vivir una ocasión para dar testimonio de su fe no solo con su palabra, sino también con su vida.