El nobel japonés de literatura Kenzaburo Oé siempre lamentó haber llegado demasiado tarde a Hiroshima. Había oído hablar de la bomba atómica, pero sólo se hizo idea de lo ocurrido cuando fue asaltado por el sufrimiento viviente en esas ciudades devastadas. Su vida ya no pudo ser la misma. Nosotros, los herederos del siglo xx, el más violento de la historia, ¿hemos osado empujar la puerta de los campos de exterminio y de concentración para descubrir sobre qué bases está construido nuestro presente? Sin exagerar bien puede decirse que los intelectuales de nuestro tiempo piensan como si nada hubiera ocurrido. Ha caído en el olvido el grito de los que experimentaron la barbarie pidiendo que no olvidáramos. El deber de memoria no es, sin embargo, un recuerdo sentimental de lo mal que lo pasaron las víctimas o de lo que nos puede pasar a nosotros, sino la ingente tarea de repensar todo a la luz del sufrimiento que causa la barbarie. Ha habido cineastas como Claude Lanzmann o dramaturgos como Peter Weiss y Juan Mayorga que lo han intentado, pero los filósofos han seguido leyendo sus viejos y venerables libros como si la verdad tuviera que ser impasible ante el dolor y la catástrofe. La piedra desechada recoge el guante y se pregunta cómo pensar hoy la patria y el exilio, la música, el teatro, la política, el tiempo, la religión o la ética teniendo en cuenta el dictum adorniano según el cual «dejar hablar al sufrimiento es la condición de toda verdad». La piedra desechada por los constructores del pensamiento dominante y que se encarna en figuras como la víctima, el olvido, la marginación o el trapero resulta ser la piedra angular para quien se atreva a pensar un tiempo, el nuestro, que germine en esperanza.