¿Qué queríamos saber? Así podría enunciarse la pregunta que, dos siglos después de la Crítica de la razón pura de Kant, ha reemplazado a su pregunta fundamental: ¿qué podemos saber? O bien: ¿qué parecía ofrecer el saber cuando hacía sus promesas? ¿Cómo debería presentarse el mundo para que el encuentro con la incertidumbre dejara de generar malestar? Preguntas de este tipo nos sitúan ante un abismo tan profundo que resulta prácticamente imposible acceder al otro lado. Sin embargo, existe un procedimiento capaz de descubrir las huellas de tales deseos y aspiraciones: la metaforicidad, es decir, el convencimiento de que todo lo que podemos saber acerca de nosotros mismos encuentra su mejor expresión en determinadas metáforas. A partir de ahí, las huellas nos llevan hasta donde los deseos se han formado y siguen anidando, en busca de una determinada legibilidad del mundo. Es cierto que bajo ese epígrafe sólo pueden abordarse episodios, nunca totalidades. Pero siempre serán un hilo conductor, indicadores de una cierta continuidad, de una estrategia: renunciar al dominio de la naturaleza para ganar su confianza, conocer el verdadero nombre de las cosas en lugar de las fórmulas exactas para su producción, vivir su expresividad y no su química, conocer su sentido global más que sus partes?