Felipe II, como hombre y como estadista, siempre obró como le dictaba su conciencia, con la responsabilidad y la seriedad que su carácter le imbuía. Y así procedió en este asunto, toreando –¡hasta qué punto el lenguaje taurino ha impregnado lo cotidiano!– primero a las mismas Cortes castellanas y luego a tres papas romanos, con el Consejo Real fallando en repetidas ocasiones a favor de los vecinos de El Burgo de Osma, enfrentados a dos obispos, señores de la villa, en defensa de la Fiesta.