En la ciudad secular, se dice, deberían imperar de manera exclusiva las razones compartidas por todos. Los ordenamientos democráticos han de considerar por igual a todos los ciudadanos, con independencia de su confesión religiosa. Sin embargo, la creciente diversidad de los países occidentales exige una actualización de estos principios reguladores de la vida política. Nuestra sociedad es secular, en el sentido de que los dogmas religiosos no tienen el rango de ley. Sin embargo, la religión no ha desaparecido del espacio público ni ha sido privatizada. Pero si la vitalidad de las religiones parece poner en duda la tesis de la secularización, ello no permite afirmar que se esté produciendo un «retorno de lo religioso». El debate acerca de la laicidad intenta precisar el lugar que le corresponde a la religión en la democracia determinando los mecanismos institucionales que garanticen al mismo tiempo la libertad de conciencia y la libertad religiosa.