El fenómeno de la romanización de Hispania y de buena parte del Mediterráneo centro-occidental ha sido interpretado hasta hace no demasiado tiempo con una excesiva rigidez y sin apenas matices, sobre todo si tenemos en cuenta el dilatado marco cronológico en el que se integra este proceso, entre los años finales del siglo III a.C. y la época flavia. No obstante, la atención prestada en los últimos años a aspectos tan modestos como interesantes de la vida cotidiana, de las costumbres religiosas, de los ritos funerarios, del mantenimiento de las lenguas vernáculas, especialmente la fenicia, que ponen de manifiesto los grafitos tardopúnicos sobre cerámicas itálicas, contrasta con las manifestaciones, muchas veces más aparentes que reales, de las aristocracias locales, cuyo interés por adoptar ciertas formas y modos de vida romanos es, en los primeros momentos de la presencia romana, fruto de un claro oportunismo político. Diferentes sustratos y adstratos se funden y confunden en los territorios hispanos y de buena parte del Occidente mediterráneo donde la antigua presencia fenicio-púnica había dejado una profunda huella, cuyo reconocimiento e interpretación está plagado de matices y, en muchos casos también, de posturas encontradas que no hacen otra cosa que enriquecer el debate científico.