Los protagonistas de los espectáculos de la Antigüedad romana (aurigas, actores, gladiadores, cazadores y atletas) eran ídolos de masas y, por tanto, piezas claves en la política imperial del panem et circenses. El auge del cristianismo propició que en el siglo III algunos de estos populares personajes decidieran acercarse a esta religión debido a factores de diversa índole. Sin embargo, las jerarquías eclesiásticas consideraban a los juegos una de las mayores expresiones de la idolatría y de la inmoralidad, por lo que exigieron a sus protagonistas la renuncia a sus artes antes del acceso al catecumenado. La obligatoriedad y heredabilidad de determinados oficios, típicas del Bajo Imperio, alcanzaron también a las profesiones lúdicas a lo largo del siglo IV, lo que supuso un problema añadido. En efecto, al convertir el oficio lúdico en una ocupación obligatoria y además hereditaria, el emperador impedía a todos estos profesionales abrazar el cristianismo si así lo deseaban. Esto resultaba particularmente espinoso en un momento en el que el soberano había adoptado esta religión como credo personal. Para salvaguardar sus relaciones con la Iglesia, el monarca promulgó leyes que permitían abandonar su actividad a todos aquellos profesionales lúdicos que se bautizaran. Con todo, la posterior aparición de aurigas y actores que continuaron ejerciendo su oficio tras el bautismo plantea una contradicción que ha generado múltiples debates entre los especialistas y a la que se intenta responder en este libro. Contamos con abundantes ejemplos, verídicos y legendarios, de aurigas y actores convertidos; unos pocos siguieron corriendo y actuando tras su conversión; otros, en cambio, abrazaron la vida ascética, con lo que devinieron modelos de vida sacrificada ante los ojos de sus correligionarios.