La construcción jurídica del contrato de trabajo ha seguido históricamente, hasta alcanzar la figura su plena efectividad social dentro del sistema económico que la ha visto nacer, y no importa en qué escenario nacional se haga la oportuna observación, una secuencia institucional jalonada por tres fases o etapas sucesivas perfectamente diferenciadas en el tiempo, aunque lógicamente de cronología variable en función de los ordenamientos jurídicos de referencia. Un momento preliminar es, por lo pronto, el del préstamo institucional. A la hora de buscar una cobertura jurídica necesaria para la articulación formal de las nuevas relaciones de trabajo asalariado definitorias del sistema de producción capitalista industrial, resultaba imprescindible el recurso al contrato de arrendamiento de servicios que, procedente de la vieja locatio conductio operarum romana, es recogido sin excepción en los códigos civiles del XIX, siguiendo la pionera y fecunda experiencia del code francés de 1804. Se trataba, a fin de cuentas, de una operación forzada y de urgencia ante el vacío institucional circundante. Un segundo momento, el del hallazgo de una nueva tipicidad contractual, se produce ciertamente cuando se abre camino la elaboración teórica que habría de conducir al alumbramiento de la categoría dogmática del contrato de trabajo, con la consiguiente ruptura por parte del naciente negocio jurídico con los anclajes institucionales precedentes. Se está, desde luego, en el período de emergencia histórica del derecho obrero como conjunto integrado de normas y elaboración doctrinal resultante, que pone �bajo la lente de la observación científica� el nuevo tejido institucional que se había venido formando sobre todo en la segunda mitad del siglo XIX y que experimentará a principios del siguiente un extraordinario proceso de expansión normativa, con la Organización Internacional del Trabajo (1919) y su labor legislativa a la cabeza. El nacimiento del contrato de trabajo, como instrumento propio y diferenciado que se ofrece para la articulación jurídica de las relaciones de trabajo asalariado y por ende de las relaciones de producción del sistema económico capitalista, es sin duda un acontecimiento crucial en la historia científica del derecho del trabajo. Y, en fin, el tercer momento o fase de esta sucesión institucional, el de la regulación del contrato de trabajo, tendrá lugar cuando el Estado se ocupe de elaborar una disciplina legislativa propia para el nuevo negocio jurídico que habrá de formar parte del sistema jurídico general. Lo que, ciertamente, tardará en suceder en todos los ordenamientos y ello no será por cierto sin la superación de inconvenientes políticos y jurídicos de consideración. En España, singularmente, la crónica de la regulación jurídica del contrato de trabajo es la propia de la dificultad extrema que ha acompañado en la historia a las iniciativas reformistas más sinceras y coherentes de la burguesía liberal, radicadas de lleno en el quehacer del Instituto de Reformas Sociales (1903). De la absoluta insuficiencia de los cinco preceptos que nuestro Código Civil (1889) destinaba a la contratación laboral, dentro naturalmente del arrendamiento de obras y servicios («del servicio de criados y trabajadores asalariados», arts. 1.583 a 1.587) se era ya consciente paradójicamente al tiempo de la promulgación de aquel. Así tenía ocasión de reconocerlo de modo paladino, por cierto, la Real Orden del Ministerio de Gracia y Justicia de 9 de noviembre de 1902, por la que se encomendaba a la Comisión General de Codificación la reforma, con arreglo a bases adjuntas, del capítulo del Código Civil destinado a la regulación del arrendamiento de obras y servicios y que constituye verdaderamente el primer intento de regulación específica del contrato de trabajo fuera del cauce genérico del arrendamiento civil: «[�] Constituye el contrato de trabajo, a que se refiere el Código civil en el capítulo 3.°, título 6.°, libro 4.°, una de las materias más deficientemente reguladas, como convence la lectura de los pocos artículos que de él tratan, deficiencia tanto más señalada cuanto que aquél se refiere a relaciones íntimamente ligadas con las cuestiones sociales, que tanto han preocupado siempre, y hoy más que nunca preocupan a todos los gobiernos, sin que baste para suplirla y subsanarla la aplicación de los principios generales en que se basan las obligaciones, pues, dada su especialidad, alcance, trascendencia y orientación de las ideas modernas, exige dicho contrato, acaso más que alguno otro, la expresión en la ley de reglas que le condicionen con la suficiente minuciosidad, como se condicionan las demás que el Código especifica [�]». No era esta, sin embargo, la opinión de Segismundo Moret, tal y como se desprende de la Circular que como ministro de la Gobernación dirigía a los gobernadores civiles el 21 de junio de 1902 acerca de las huelgas de los obreros, que calificaba el marco normativo civil del arrendamiento de servicios como «fórmula suficiente, acabada, en armonía con las condiciones de las poblaciones rurales, y en el fondo practicada siempre que la buena fe preside a los compromisos entre obreros y patronos»: «[�] Las frecuentes consultas que a este Ministerio dirigen los Gobernadores, y a éstos los Alcaldes de los pueblos donde los obreros se declaran en huelga, especialmente si ésta tiene carácter agrario, demuestra que, tanto los obreros como los patronos, apenas tienen concepto del contrato de trabajo y de las obligaciones que mutuamente les impone. Para la gran mayoría de unos y otros, o el contrato no existe, o la noción que de él tienen es tan vaga, que se desvanece por completo en el momento de ponerla en práctica [�]. Y, sin embargo, no puede decirse que nuestra legislación civil haya olvidado lo que al contrato de trabajo se refiere. El Código civil lo reconoce y regula en el capítulo 3.°, título 6.° del libro 4.°, estableciendo que puede celebrarse sin plazo fijo, por cierto tiempo y para una obra determinada (art. 1583). Lo único que prohíbe es que se extienda a toda la vida, restricción por extremo interesante y de gran trascendencia en estas empeñadas cuestiones [�]». Con todo, luego de unas Bases para un proyecto de ley acerca del contrato de trabajo presentadas al Instituto de Reformas Sociales, suscritas por Gumersindo de Azcárate y otros juristas, se presentaba el 11 de mayo de 1905 un proyecto de ley de contrato de trabajo redactado conforme a los acuerdos del Instituto, que constituye, sin la menor duda, un documento jurídico insustituible para el conocimiento de la gestación de la primera ley española sobre el contrato de trabajo y, en todo caso, para valorar la excepcional contribución realizada por el Instituto de Reformas Sociales y los hombres a su servicio al proceso de reforma de las relaciones de trabajo y de su marco normativo. A pesar de todo, cuantos intentos, como este, de llevar a la letra de la ley las propuestas del Instituto fueron acometidos durante ese tiempo encontraron de modo invariable el rechazo y la oposición parlamentaria por toda respuesta. Tales fueron además, ciertamente, es verdad que provistos de alcance y orientación harto diversos, los proyectos Dávila (1906), de la Cierva (1908), Merino (1910), Sánchez Guerra (1914), Ruiz Jiménez (1916) y Burgos y Mazo (1919). Todavía el 3 de enero de 1921, el Ministerio de Trabajo dictaba una Real Orden, dirigida al Instituto de Reformas Sociales y no publicada en la Gaceta ni en el Boletín de este organismo, por la que se fijaban, a modo de programa de trabajo, las cuestiones que debían merecer la atención y el estudio inmediatos del mismo, entre las que figuraba precisamente el contrato de trabajo. En cumplimiento de todo lo cual, los servicios técnicos del Instituto formulaban un cuestionario y, basándose en las respuestas recibidas, procedían a elaborar un anteproyecto de ley de contrato de trabajo, que era sometido a la deliberación de su Consejo de Dirección el 19 de septiembre de 1921. El anteproyecto, que comprendía diez capítulos con noventa y nueve bases y contenía innovaciones de suma trascendencia [la regulación del control obrero en la empresa, señaladamente, bases 95 a 99], era discutido y finalmente aprobado por dicho Consejo en sesiones celebradas entre el 29 de octubre de 1921 y el 16 de octubre de 1922. Sin embargo, el documento resultante no iba a ser aprobado por el Pleno del Instituto hasta el 19 de febrero de 1924, acordándose un texto de siete capítulos con un total de setenta y cinco artículos. Tendrían que transcurrir ocho años más, si bien, hasta que la Ley de Contrato de Trabajo de 21 de noviembre de 1931, dentro ya de un nuevo período de nuestra historia y de la mano del reformismo republicano-socialista, recogiese los trabajos y propuestas elaboradas por el Instituto, si se tiene en cuenta que la regulación sistemática del contrato de trabajo que había llevado a cabo el Código del Trabajo de Primo de Rivera en 1926 [la primera, en realidad, dentro de nuestro ordenamiento jurídico] se apartaba considerablemente de las orientaciones de política legislativa originarias. Ahora bien, la construcción jurídica del contrato de trabajo, más allá por cierto de los avatares políticos y técnicos de su regulación legislativa en uno u otro ordenamiento [a los que se acaba de hacer breve mención en el nuestro], cuenta desde luego con otra historia interna y subyacente, incomparablemente más rica y explicativa, que no suele merecer hoy por lo común la atención de los juristas del trabajo, tal vez por la extraordinaria dificultad que comporta acceder a ella a través de sus fuentes directas, cuando no acaso por la errónea creencia que exhiben tantos de los nuestros de tener ese asunto, si es que alguna vez llegaron a detectarlo, por superfluo e inconveniente. Es, naturalmente, la historia de las ideas políticas sobre el trabajo asalariado, de su fundamentación teórica como realidad social explicativa del modo de vida contemporáneo, al hilo claro es de las transformaciones institucionales del capitalismo. La historia, por decirlo con el autor de este libro, de «los fundamentos de su origen, [de] las ideas o movimientos sociales que inicialmente [lo] conformaron». Del pensamiento político, económico y social, en suma, que reflexionó de modo e influyente sobre la edificación a que estaba asistiendo de la sociedad industrial y del trabajo productivo para otro. Y este es el escenario preciso en que el profesor Manuel Álvarez de la Rosa sitúa la ambiciosa y certera exploración a que ha dedicado varios años y que luce soberbia ya en este extraordinario libro que me complace tanto presentar aunque no necesite de ello, La construcción jurídica del contrato de trabajo, ahora en una segunda edición revisada y ampliada de la obra. Lleva a cabo esta, así pues, una lectura pormenorizada y luminosa de la verdadera agenda oculta de la disciplina jurídica del trabajo asalariado, de sus señas de identidad íntimas, de su estructura cromosómica de origen, con el propósito confesado de servir al quehacer intelectual del tiempo presente. «No busco en el análisis histórico [explica sin ambages el propio autor] respuestas a las preguntas que hoy nos hacemos sobre el trabajo y su regulación jurídica. Tal postura es, sin más, un anacronismo. Otorgo a lo histórico [prosigue la explicación] otro papel metodológico, el de una ayuda para formular correctamente las preguntas sobre el trabajo de hoy. Busco, de esta forma [y concluye la oportuna advertencia], el camino hermenéutico para comprender las aportaciones que conforman nuestro acervo cultural y que han tenido la eficiencia precisa para ser incorporadas a técnicas jurídicas específicas y decisivas que giran en torno al contrato de trabajo». Todo arranca, es verdad, de la afirmación histórica de la libertad de trabajo, de la libertad de cada uno de elegir y contratar su propio trabajo frente al sistema precapitalista de trabajo corporativo regulado, cuando no forzado. En el caldo de cultivo, ciertamente de las aportaciones de Turgot y de Adam Smith en los cimientos de la sociedad industrial, que reviven con fuerza en el período de la Revolución Francesa [de la Ley D�Allarde a la Ley Le Chapelier] en su confrontación con el derecho al trabajo y la protección de la indigencia. La búsqueda de un arrendamiento como herramienta de cobertura para la relación de trabajo asalariado será la misión subsiguiente para Domat, Pothier, el code civil francés y la dogmática romanista retomada. La racionalización de la actividad industrial vendrá de la mano de Saint-Simon y de Tocqueville, de mismo modo que la organización obrera de la de Marx. La subordinación del trabajo será, a la postre, la llave maestra del contrato de trabajo, del mismo modo que se abría camino la intervención legislativa del Estado en la «cuestión social». El recorrido que propone Álvarez de la Rosa es apasionante como pocos, al tiempo que asegura a quien lo siga con atención una gratificante y justa recompensa en forma de explicación imponente y cabal del friso de ideas y elaboraciones que han acompañado a las categorías jurídicas de nuestro universo científico y académico. Y, sin más dilación, invito al lector a comprobarlo de inmediato, a partir de una escritura tan rigurosa como amable, la que el autor exhibe de principio a fin, que es capaz de desentrañar, como si de un relato desenfadado de tratara, lo que para muchos han sido siempre intrincadas construcciones del pensamiento humano. En mi discurso de investidura como doctor honoris causa por la Universidad de La Laguna (Mi querida Universidad de la Laguna, Un viaje sentimental a través de cuatro prólogos), pronunciado en esta el 10 de marzo de 2005, me enorgullecía desde luego con la siguiente confesión, al rememorar mi incorporación al Estudio Fernandino en la primavera de 1979: «[�] También estaba con nosotros Manuel Álvarez de la Rosa, con quien de inmediato comencé a establecer, no ya una relación profesional estrecha acerca de la elaboración de su tesis doctoral, sino, lo que es mucho más importante, una vinculación de amistad plena e imperecedera que lo ha convertido en persona principal dentro de mi vida». Hoy, nada menos que treinta y cuatro años después y en ocasión altamente simbólica de este acontecimiento editorial sobresaliente que aquí nos une de nuevo, puedo asegurar con emoción y la prueba del tiempo que así ha sido.