El sentimiento de compasión -o de piedad- no goza de excesivo prestigio fuera del marco religioso, como podrían corroborarlo hoy varias de nuestras locuciones ordinarias. Tampoco la historia del pensamiento, salvo notorias excepciones, se ha mostrado lo bastante piadosa con la piedad. Al contrario, la sospecha general nos la presenta como una triste emoción nacida de la impotencia y la debilidad, un sentimiento tan blando e ineficaz como proclive a la desmesura, un afecto morboso que apenas logra encubrir el propio goce en la desdicha ajena y hasta cierto afán de humillar al desgraciado. Mal podría aspirar a tenerse por virtud la que ha sido tachada de pasión mala e inútil. Pero el trabajo racional ha de traer a la luz el fondo de la compasión a fin de pensar aquello a lo que oscuramente apunta, los últimos resortes que la disparan: la dignidad del hombre y su consciente finitud. El hombre es un ser miserable, es decir, compadecible, por albergar a la vez la miseria de su fragilidad mortal y la grandeza de su exclusiva libertad. Desde esa íntima conciencia de pertenecer a la comunidad de los morituri, ¿qué otra cosa reclamamos, más acá del amor y más allá de la justicia, como no sea la piedad? Aunque nada más mereciéramos -o tal vez por merecer la nada- eso que siempre merecemos es compasión.