Los desnudos de Music, ni heroicos ni eróticos, más que desnudos, serán antes bien, por tanto, cuerpos al desnudo. Figuras solitarias de filósofos o estilitas, avatares de la “Vanitas” barroca, son más mortificaciones que glorificaciones. Móviles, estáticos, sarmentosos, flacos, porque obedecen al orden del espíritu, y no a los desórdenes del deseo, esos torsos estrechos de costillas marcadas, esos miembros alargados que ya no respetan las reglas de un “nomos”, esos ligamentos finos, a punto de romperse como ramas, esas manos de dedos larguísimos que revolotean convocan una teoría de efigies similares. Music, ciudadano de la Kakania de Musil, es heredero de los pintores del cuerpo que, del Greco a Schiele, de Klimt a Boeckl, de Goya a Kokoschka, han desplegado una danza macabra de efigies de torsos estirados y miembros alargados y enjutos, pero que, sin embargo, no asustan. Esa carne precaria, cuya supervivencia no garantiza ninguna ley de construcción, cuya perfección o perpetuación no garantiza ninguna regla de armonía, la captan siempre como en el umbral del “rigor mortis”.