Kosovo, tierra mítica para albaneses y serbios, territorio en disputa siempre, constituye uno de los conflictos más antiguos del continente europeo que sigue a la espera de una solución política. Desde hace siglos. Ahora, tras la independencia de esta antaño región serbia, la caja de Pandora de las reivindicaciones nacionalistas en toda Europa se ha abierto y el precedente de Kosovo, tal como se ha visto en la reciente crisis de Georgia, ya ha sido esgrimido por Rusia para defender las “independencias” de Abjasia y Osetia del Sur, entidades segregadas ilegalmente de Georgia y ya reconocidas políticamente por Moscú. La independencia de Kosovo, reconocida por las grandes potencias occidentales y más de una cincuentena de países, vulnera el derecho internacional y las resoluciones de las Naciones Unidas, las bases sobre las que sustentaba nuestro orden internacional hasta ahora. Luego está el asunto de la legitimidad de la limpieza étnica. La región de Kosovo, antaño territorio multiétnico y parte indiscutible de Serbia durante siglos, ha sido “limpiada” de las comunidades no albanesas, especialmente los serbios. La violencia, el hostigamiento, los asesinatos indiscriminados y las continuas agresiones a los serbios han sido una constante desde la intervención de la OTAN contra Serbia, en 1999, y la posterior instalación en dicho territorio de un régimen de protectorado internacional que supuestamente pretendía consolidar un Kosovo democrático y multiétnico. La cruda realidad demuestra que el resultado conseguido dista bastante de dicho objetivo. Así las cosas, la independencia de Kosovo constituye un mal precedente para la comunidad internacional y para Europa. Nuestros principios políticos y morales han sucumbido en aras de oscuros intereses estratégicos. En definitiva, tras Kosovo todo vale.