El dieciséis de enero de 1918, Anatoli Lunacharski, comisario de Instrucción Pública de Lenin y posterior embajador en España durante la Segunda República, acusó formalmente a Dios de genocidio y crímenes contra la Humanidad, juicio que se llevó a cabo en una vista pública donde, en el sillón de los acusados, a falta de alguien mejor, decidieron poner una Biblia. Durante cinco horas, la fiscalía bolchevique leyó las acusaciones contra Dios mientras los abogados defensores, comprados por el Estado ruso, intentaban exculparlo alegando incluso enajenación mental y demencia. Como era de esperar, después de todo ese teatro, el tribunal declaró culpable a Dios, condenándole a muerte. Pena que se ejecutaría al día siguiente cuando un pelotón de fusilamiento lanzó una serie de ráfagas de fuego al cielo. Por toda esta serie de tropelías, el gobierno de Estados Unidos declaró en la sede de Naciones Unidas que los derechos de Dios fueron vulnerados en un juicio injusto, así que decidió juzgarle de nuevo para tratar de hacerle justicia
al menos a título póstumo. El caso le será adjudicado a John, un joven letrado que, acompañado por un misterioso erudito llamado Jason, viajará a Jerusalén para recuperar su fe, demostrar que Dios existe y exonerarlo de toda culpa. A su vuelta a New York, John no solo tendrá que enfrentarse a sus propios demonios, sino también a los testigos que la acusación irá llamando para intentar demostrar que Dios es un «amigo imaginario» y condenarlo por «omisión de socorro», ejemplificando las cuatro principales formas de ateísmo que imperan en la sociedad. Durante este viaje interior y exterior, John descubrirá quién es Jason alguien que muchos parecen reconocer pero nadie sabe ubicar- quién es el fiscal, pero sobre todo quién es él.