La muerte de Albino Luciani, papa Juan Pablo I –en 1978, al mes de su elección– es uno de los grandes misterios del siglo XX. Interrogantes elementales quedaron sin verdadera respuesta: ¿de qué murió Juan Pablo I?, ¿cuál fue realmente su figura?, ¿hubo cambio de rumbo en la Iglesia? Treinta años después, el caso sigue abierto. El juicio no se ha hecho donde tenía que hacerse, pero está en la calle. El papa gozaba de buena salud, según su médico personal. Había tomado decisiones importantes y arriesgadas. Había decidido terminar con los negocios vaticanos, incluso haciendo frente a la logia masónica Propaganda Dos y a la mafia. Un aspecto importante, que no se puede pasar por alto es éste: la figura de Juan Pablo I ha sido profundamente deformada. Se dijo que estaba enfermo, que murió aplastado por el peso del papado, que no estaba capacitado para ser papa. Tal distorsión es mantenida por quienes defienden la versión oficial: infarto agudo de miocardio; y, si esto no vale, embolia pulmonar; en cualquier caso, muerte natural. ¿Fue así, o le dieron una dosis letal por poner el dedo en la llaga?. ¿Se le hizo la autopsia? ¿Cómo explicar el silencio de los papas que le sucedieron? Ya no está el papa Wojtyla, pero está su asesor teológico durante más de dos décadas (1981-2005), el papa Ratzinger, que desde entonces dirige el rumbo conservador de la Iglesia. La perspectiva es suficiente y se imponen estas preguntas: ¿Qué pasó con el Concilio?, ¿es un talento enterrado por miedo conservador?, ¿se enterró con Juan Pablo I el Concilio Vaticano II? Con singular acierto, se le llamó a Juan Pablo I «papa profeta», que se marchó, como Elías, de una forma extraña, pero hubo un Eliseo que estaba a su lado atento a lo que ocurría y recogió con decisión el manto del profeta misteriosamente arrebatado. Recoger su manto es recoger su testimonio, su figura, su presencia entre nosotros. Ciertamente, algo así tenía que suceder ahora.