Para algunos historiadores, Isabel de Trastámara es el tótem absoluto de las virtudes patrias; para otros, una mera usurpadora que se sentó en un trono que no le pertenecía. Santa para unos; fanática para la gran mayoría. Hay quien la califica, para bien o para mal, de artífice de la «castellanización» de España, pero también de marioneta en manos de su esposo Fernando de Aragón, el príncipe renacentista que inspiró a Maquiavelo. Pese a ser la introductora absoluta de los saberes renacentistas en la península, se ha asegurado que su mentalidad permanecía prisionera del oscurantismo medieval. Algo de verdad hay en ello puesto que Isabel vivió a caballo entre la Edad Media y la Edad Moderna; justo el momento en que la visión teocrática del universo dejó paso al humanismo y los descubrimientos transoceánicos ensancharon los límites del mundo conocido. Pero, aun así, nadie puede negar su interés por las artes y las letras o su condición de mecenas por encima de su talante tardomedieval. Lo cierto es que la reina Católica es un personaje absolutamente poliédrico. Autoritaria y firme en sus convicciones, fue madre afectuosa y tierna; abierta a la incipiente cultura renacentista, su extremada religiosidad rozaba el fanatismo hasta el punto de bendecir la creación del Santo Oficio o de perseguir sin tregua a judíos y musulmanes. Fue una esposa amante que conoció como luego su hija Juana el tormento de los celos, pero que no dudó a la hora de reservarse el gobierno del reino que le era propio. Sensible pero implacable; culta y doméstica a un tiempo, nada en su vida fue como parecía que iba a ser.