Por regla general, los tebeos publicados por las grandes editoriales estadounidenses distan mucho de ser obras de autor. Cuando hablamos de personajes cuyas colecciones abarcan décadas, es impensable que un artista o un equipo de los mismos se ate a las mismas, más allá de las marcas de Stan Lee y Jack Kirby en Los Cuatro Fantásticos, Mark Gruenwald en Capitán América o Brian Bendis y Mark Bagle en Ultimate Spider-Man, por citar los tres primeros ejemplos que me vienen a la cabeza. Sin embargo, esa misma acumulación de números en colecciones que, entre volúmenes, cabeceras y otras vainas ya suman más de medio millar de entregas, alberga etapas que para la parroquia son consideradas, por regla general, la definitiva o uno de los referentes principales. Todo el mundo habla de la Cosa del Pantano de Alan Moore, el Batman de Steve Englehart y Marshall Rogers, el Daredevil de Frank Miller o el Thor de Walter Simonson. Si hubiera que escoger una etapa semejante en el caso del Hombre de Hierro, ocioso es decir que la mayor parte de los votos irían para el trabajo que desarrollaron David Michelinie, Bob Layton y un primerizo John Romita JR a caballo entre los años setenta y los ochenta del siglo pasado.