En los distintos manuscritos de la Introducción a la Historia de la Filosofía, Hegel vuelve insignificantes las objeciones que deslindan a la verdad del tiempo, y que de ese modo convierten a la historia de la filosofía –y, con ello, a la filosofía misma– en cosa de espuria erudición, en objetividad remota e irrelevante, en entretenida menudencia para entendimientos incapaces de vérselas con el “tesoro del conocimiento racional” que el espíritu acrisola con su incesante actividad, y que hace patente –al modo de una caudalosa y bien dotada herencia– la actualidad de lo sido. Hegel desnuda así, en su vertiente académica, los caracteres de una época sacrificada a los intereses subjetivos, vencida por el día a día de la inmediatez, pero despeja también el medio a través del cual la filosofía –inmune frente a contingencias que, a fin de cuentas, no se hallan a su escala– se hace valer en tanto que ciencia.