“Imperio legítimo” sigue, no el hilo de Ariadna, sino el de Turios, el hilo de un debate sobre cuál es el mejor LA FORMA DE gobierno PREFERIBLE: LA QUE COMPORTA el gobierno de los mejores o bien, LA que beneficie a la mayoría. En la Roma tardorrepublicana, la discusión sobre los inmensos beneficios del imperio mediterráneo se articuló en términos jurídicos; se trataba de saber si el erario y la tierra pública pertenecían a los herederos de la triunfante aristocracia conquistadora, o bien si la «cosa pública» era del pueblo, es decir, de todos los ciudadanos. Atrapado en esta maraña, Cicerón trató de restablecer el consenso de las clases altas en torno al senado para fundar así el gobierno de los mejores, en beneficio no sólo de la aristocracia hereditaria sino de los más ricos, aunque no tuviesen nobles ancestros. Su cerrada defensa de la ley entendida como ley natural fue el arma que él diseñó para combatir los esfuerzos de quienes querían establecer, por ley, el reparto de lo que era común entre todos los ciudadanos. A los partidarios del reparto los consideraba enemigos públicos y contra ellos tenía que librar Roma la más justa de todas las guerras, protegiendo, al mismo tiempo, por todos los medios, los derechos de los beneficiarios del imperio. Al final, el hilo de Turios no señalaba el camino para salir del laberinto. El reparto que se había reclamado una y otra vez acabó exigiéndose a punta de lanza, en una devastadora guerra civil que dio al traste con el régimen republicano. A partir de ese momento, cambiaron los contenidos de la ciencia política. Dejó de tener sentido estudiar cuál era la mejor forma de gobierno porque sólo una era posible: la monarquía. Cicerón fue, pues, el último que reflexionó libremente en torno a las categorías trazadas en la Atenas democrática del siglo V a.C. Se entiende bien que cuando, en el siglo xviii, se puso en cuestión la monarquía, Cicerón se convirtiese en uno de los autores más leídos e influyentes.