Desde la conformación de las primeras sociedades humanas, el ejercicio de la violencia ha tratado de ser controlado dentro de esas comunidades y proyectado hacia el exterior de las mismas. El instinto de supervivencia del ser humano, que comporta necesariamente el uso de la fuerza, ha sido canalizado y mediatizado como forma de asegurar el orden interno de aquellas y, al mismo tiempo, su seguridad frente a otros grupos humanos. Para ello se utilizaron los más diversos medios, incluyendo el marco de las creencias de cada una de estas comunidades. Así, todo lo trascendente, todo lo relacionado con el mundo supraterrenal, en definitiva, todo lo religioso, afecta también al ámbito de la violencia y/o de su ausencia, es decir, de la paz. La guerra se convierte en una actividad profundamente religiosa, ritualizada hasta el extremo a veces. Igualmente, el anhelo de paz, la gestión de la misma y la teorización sobre estos aspectos son cuestiones profundamente afectadas por las distintas religiones de la Antigüedad. Todas ellas se preocuparon en mayor o menor medida de conseguir y fomentar la paz, de forma constante, o en momentos puntuales que tenían mucho que ver con el respeto a determinadas festividades religiosas, así como forma de ejercer la piedad y la caridad que se suponían inherentes a algunas de estas manifestaciones religiosas.