El músico y filósofo Massimo Donà nos invita en esta obra a recordar el origen, el tiempo en que canto y palabra conservaban todavía una fuerza que sólo la divinidad lograba soportar. Porque la lengua era entonces música, y a través del habla humana se manifestaba íntegramente el carácter mítico de las cosas. Esa expresión primordial es el patrimonio que heredaron tanto Beethoven como Charlie Parker: sus caminos fueron muy distintos, pero ambos amaron la inaudible partitura de una naturaleza en la que se percibe el timbre de lo sobrehumano. Y es que toda música verdadera es tal vez una muestra de la inocencia perfecta en tanto no se traduce (o no es jamás traducible) a un universo conceptual, en tanto no es reclamada (o reclamable) por esta o aquella función comunicativa. «Libre en su aéreo dibujarse, a nadie sirve porque nunca es esclavo ni de fines ni de ideales ni de individuos ni de estados ni de partidos ni de religiones.» Libre como el inútil gorjeo de esos pájaros tan queridos por el saxofonista de «Ornithology». Numerosos filósofos, desde la Antigüedad a nuestros días han convenido en que la música constituye el “sistema nervioso central” de toda filosofía. Pensar la música, reconocer que es capaz de concertar metafísicas contrarias, es emprender un camino hacia la mente, llegar al umbral desde el que se adivina el sonido de la propia conciencia y, como aseveraba Bergson, entender nuestro interior a través de ese indefinible eco del mundo llamado música.