La Eucaristía puede verse como un ascensor capaz de alzarnos hasta la contemplación de Dios y de ampliar los horizontes de nuestra vida espiritual y apostólica. Esa elevación a las alturas divinas concede fuerzas impensadas para la lucha contra las tentaciones y defectos, además de ánimos para servir mejor a la Iglesia y a los hombres.
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